Llevamos viajando dos
días y el desierto no se acaba – al contrario, a medida que avanzamos crece, se
extiende como una mancha de formalina por el piso de una morgue después que un
frasco lleno de cerebros se ha resbalado de las manos del ex convicto que limpia
el lugar.
El desierto tiene una calma que se pega a la piel y deja manchas de sudor bajo los brazos y la camisa húmeda adherida a la espalda. Primero maldices el sol, el polvo del aire que va formando una alfombra sobre tu lengua seca, luego maldices el calor.
Poco a poco la calma del desierto te atraviesa y te va tranquilizando, tal como ese rayo que atravesó al golfista solitario en medio del campo de golf, matándolo y dejándolo fulminado sobre el césped pulcro, sin poder ver que la pelota que acababa de golpear cruzó el aire de la tarde como una cometa, rebotó una vez en el pasto, rodó varios metros y cayó (cloc!) limpiamente en el hoyo número seis.
Tiro perfecto! - el del golfista y el de los dioses del rayo.
Un rayo diferente, de otro tipo - más parecido al que afectó la vida de Michael Corleone en Sicilia - fué el que me partió los sentidos cuando la ví en el restorán caminero sirviendo hot-dogs a un grupo de bebedores de cerveza local, esa hecha con cebada de tierras áridas, donde lo único que el viento agita son pellejos de serpiente abandonados.
Cuando se agachó a poner en mi mesa el plato con huevos y el café me llegó su fragancia de jabón y agua, simple como pan con mantequilla y decidí que le escribiría un poema - a ella, a su olor sin aderezos y al escote de su delantal.
El poema fue abriéndose lentamente sobre una servilleta, como una hidra en marea baja. Se lo leí una noche en una cama de motel a la luz de la lámpara del velador. No dijo nada, pero metió la mano bajo las sábanas y comenzó otro de sus juegos.
Una madrugada viajábamos con las ventanas bajadas cuando vino un azote de viento indio que hizo volar varios poemas desde el piso del auto y los sacó por las ventanas como pájaros liberados. Los dejamos en el desierto: ya que querían irse con el viento, que se fueran.
Esa vez, después de tomar mi pedido en el restaurante me preguntó adónde iba y le dije que no sabía, pero que lo sabría cuando llegara. Se sacó el lápiz sobre la oreja, escribió algo en su libretita de pedidos y me entregó el papel. Lo leí y lo guardé en el bolsillo de mi camisa. Mientras comía saqué una servilleta, la extendí sobre la mesa como si fuera a envolver en ella un diamante de doscientos quilates encontrado en las selvas de Guyana y le escribí en ella dos párrafos claros.
Unos días después de los párrafos de la servilleta, ella preparó una maleta, cerró su casa y se vino conmigo. Tras el desierto vendrán los bosques, después la tundra y después la nieve. Quizás alguna vez volvamos al pueblo y al restorán caminero. Quizás alguna vez vuelva al edificio que abandoné una noche después de limpiar el piso y colocar nuevamente los cerebros en un frasco de vidrio.
No se. Me gustaría regresar en unos años más y poner una flor y una piedra en el lugar en que cayó el rayo en medio del campo de golf.
Abro la guantera, saco la pelota blanca que recogí del hoyo seis. Aquí, en el auto, parece un silencioso huevo de pinguino, la coloco entre sus manos y comienzo a contarle la historia.
Lejos, el sol se va tras las mesetas, el cielo se pone rojo. En la radio, Ben Webster.
imagen: Frank Hilzerman
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