El hombre colecciona constantemente trozos de la ciudad como un general que trata de armar el mapa de un imperio enemigo encontrado en los restos de un botín, ordenando y reordenando los pedazos sobre una mesa inmensa, buscando algún punto débil en las murallas que defienden la capital.
El hombre va por la ciudad, por calles, librerías y cafés solitarios. Se sienta a media mañana bebiendo el sol que le llega lejano y tibio. A veces cree estar bajo una piscina, rodeado de sonidos sin forma y de reflejos celestes - en una dimensión desconocida, de tiempo lento y de luces oblicuas - y se palpa el bolsillo derecho del pantalón para sentir la llave del cajón inferior de su escritorio, donde ha guardado las estrellas de un cielo nocturno, traficado en secreto a través de las aduanas de todo el mundo.
En una caja de madera tiene las viejas armas de su existencia. Las balas de plata, el martillo y las estacas. Pero la caja ha permanecido cerrada y en sombras por mucho tiempo y su recuerdo se adormece con los años. La vieja guerra sigue en alguna parte - según sabe de cuando en cuando - pero las batallas se le confunden en la memoria y el miedo que se aferraba a la piel bajo un cielo en llamas le parece ahora un sentimiento extraño: algo escuchado de pasada en un mercado o tal vez leído de pasada desde la ventana de un bus en marcha sobre un cartel pegado en alguna muralla.
El hombre va por los días fumándose un cigarrillo a pesar de todo, bebiendo líquidos que despierten el espíritu y pasando páginas de una sonriente irrealidad. Nada profundo. Mientras ordena tazas y platos en el lavavajillas canta acompañado del estéreo "these mist covered mountains, are a home now for me...", una brisa marina le seca el sudor de la espalda y por unos segundos vuelve a sentir una exactitud geográfica y esa segura vectorialidad que creía perdidas.
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