no creía en segundas oportunidades hasta que una noche cayó ese rayo a doscientosdiez centímetros de su estructura humana y le hizo saltar en una hipérbole desparramada setecientosveintitrés centímetros más allá, cayendo sobre el césped mojado y quedar de espaldas mirando las constelaciones después de dos vueltas y media sobre su eje más largo.
allí, en silencio, con la llovizna sobre el rostro, alcanzó a contar trescientastreintaydos estrellas antes que la sirena de la ambulancia acuchillara el espacio y se depositara a susurrar con los olores que emergen de la tierra cuando llueve.
después de eso comenzó a creer en segundas oportunidades.
e incluso tiempo después de eso notó que algo burbujeaba en su pecho como volcán, como geiser, como cabecita de tulipán.
tras todos los exámenes el médico le dijo que no era nada, que no se preocupara.
no se preocupó.
como en esa película de pistoleros, montó potros imaginarios y cabalgó hacia el oeste, en busca de lo impredecible.
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