El terrorismo islámico viene golpeando sin tregua los intereses americanos desde principios de los 1990s (incluso desde antes, si tomamos en cuenta los ataques contra las bases americanas en El Líbano en los 1980s, con mortandades de cientos de soldados).
El ataque del 11 de septiembre, en propio terreno americano, fue el mayor éxito terrorista, el mejor preparado y el más devastador de la Historia.
El objetivo inmediato del terrorismo planificado es producir la mayor cantidad posible de víctimas – sin importar quiénes.
Esto ha quedado demostrado hasta la saciedad por ataques contra la Cruz Roja y la ONU en Irak, contra las Twin Towers en New York, contra un teatro en Moscú, contra discotecas, restoranes y buses en Israel, contra trenes en Madrid, contra hoteles de Indonesia, contra institutos educativos en Buenos Aires, contra templos en la India, contra sinagogas en Turquía, y ahora – sólo por finalizar esta lista escueta - contra una escuela de niños en Rusia.
El segundo objetivo del terrorismo, menos inmediato, es causar desastre económico, provocar tal grado de terror e inseguridad en una sociedad que ésta, paralizada, se consuma a sí misma en desastrozas pérdidas económicas.
En un casette propagado a través de Al Jazeera el último abril, Osama Bin Laden dice: “... tras el ataque a New York, días benditos, agradezcamos a Dios, sus pérdidas exceden un trillón de dólares. Sus presupuestos han estado en déficit por tres años consecutivos...”.
Bin Laden, con sus propias palabras, pone de manifiesto la enorme importancia que el terrorismo organizado le da al golpe económico causado por sus ataques.
Las pérdidas en el ataque a New York, en vidas, trabajos, negocios y bienes se calculan en unos 27 mil millones de dólares.
La actividad terrorista islámica ha mostrado gran interés en blancos como el puente de la Bahía Chesapeake y centros bancarios en Charlotte, EEUU. Lugares donde no sólo la pérdida en vidas sería vasta si no la económica.
Se entiende así, el interés de organizaciones terroristas en conseguir armamento químico, biológico o nuclear. Ninguno de los tres asegura mortandades exorbitantes, pero sí costosísimas recuperaciones.
Un ataque con brucelosis sobre la población americana costaría unos 500 millones de dólares por cada 100 mil ciudadanos expuestos al germen. Un ataque con antrax costaría 26 millones por cada 100,000 ciudadanos expuestos.
Ataques con “bombas sucias” – no nucleares en sí, pero que son capaces de diseminar material radioactivo en una vasta área serían aún más agudas: una bomba que paralice o haga inaccesible zonas como Manhattan o New York entera, causaría perdidas humanas y también un desastre económico de proporciones.
Por esto, EEUU está pagando entre 400 a 600 millones de dólares al año a diferentes países ex-URSS (incluida Rusia) en el programa CTR (Cooperative Threat Reduction), para que mantengan sus arsenales nucleares seguros y lejos de posibles “compradores desconocidos”.
Y aun así, esa cantidad es baja. EEUU, deberia invertir más en esa seguridad, lo vale.
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