14.10.04
los tesoros de Quilicura
Estoy hablando de más de veinte años atrás: la playa de Quilicura en en litoral central chileno se extendía desde el infinito hasta el infinito. Quilicura fue creada en el Big Bang.
Hacia el interior, tras esas playas estaban las dunas y más allá los charcos, los pantanos de árboles raquíticos y de piel salada.
Caminando esas soledades marinas se podía encontrar lobos marinos muertos, huevos de toyos, plumas de aves de mar desconocidas, pulpos secos, calamares de ojos negros, exoesqueletos completos de jaivas coloreadas, estrellas de mar y conchas de caracoles prehistóricos. Exagero, pero no importa.
Es muy posible es que esa maravilla ecológica, inmaculada desde tiempos de la creación, esté en estos momentos llena de chaleces, hoteles, discotecas y parqueaderos de autos. Lo más probable es que alguna cadena de resorts para millonarios se haya apoderado de ella (espero que sólo de parte de ella) y la haya “civilizado” a golpes de cabañas con aire acondicionado, piscinas temperadas, canchas de tenis, de golf y spas.
Y no es que yo esté en contra del desarrollo y la urbanización. Solo siento que debe existir en alguna parte algo llamado “desarrollo inteligente”, urbanización respetuosa y progreso consciente. Debe existir, me imagino. Sáquenme del error los entendidos.
El asunto es que la Quilicura de mis tiempos era una zona no habitada por el ser humano normal - tras kilómetros de caminata era posible encontrar una solitaria casa entre dunas que vendía Cocacolas y unos sandwiches de contenido misterioso, helados hechos en casa y periódicos de la semana pasada.
No había nada más. Sólo gaviotas, cormoranes, bandadas de gaviotines de las mareas, mantaguas, patos y garzas del pantano.
Arena, mar y un viento constante. En Quilicura se fabricaba el viento, y desde allí se repartía por el mundo hacia el Sahara, hacia los monzones de la India, hacia la Patagonia a matar pastos, hasta Siberia.
Mis últimos tiempos en Chile iba a Quilicura con mi polola y a veces nos acompañaba una pareja de amigos. Armábamos carpas con frazadas sujetas con ramas, desenterrábamos mejillones, machas y almejas desde la pleamar. Las sacábamos de su mundo de mar y sílice a manos llenas, chorreando agua salada y brillando a la luz del día.
Era la comprobación primitiva del poderío inagotable del océano. Una poderosa fuerza de producción de vida, enorme, incansable, portentosa, que no necesita para nada al Hombre como parte del proceso. Qué pobre y triste es el mundo de las personas que conocen el fruto marino sólo a través de las cajas congeladas en los refrigeradores del supermercado.
En aquellas épocas teníamos el cabello seco de aire marino, la piel partida y vivíamos días enteros de sol y mar, de sueños, risas y amor. Eramos felices y no lo sabíamos.
Perdón, me equivoco - lo sabíamos.
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